domingo, 6 de septiembre de 2009

LA PRINCESA MUNA

Rob Gonsalves

La princesa Muna nació en primavera. Su padre no la vio entonces porque estaba en la guerra. Por eso su madre, la reina Kali, la miró y observó por los dos durante horas y horas. La imaginó reina del reino reservado a los hombres. Ya no tendría más hijos y sería Muna la que redimiría los deseos de su madre de gobernar de manera justa y bella, como nadie lo habría hecho antes ni después, sin guerras de hombres y con l fuerza que sólo tenían las mujeres.
Su amor haría de su hija invencible. La pequeña no tendría que perder lo que ella, la reina consorte, había tenido que enterrar. Por supuesto tendría que enseñarle a ser perfecta, señora de los placeres y las virtudes, para que nadie osara derrumbarla. La reina vio y además lo previó regiamente. Lo planeó todo hasta comprobar en su mente con exactitud cómo su propia historia sería diferente. Entendió porqué el Señor del universo le entregaba aquella mágica oportunidad mediante un pequeño ser maravilloso. Desde el primer instante en que la cabecita de Muna asomó al mundo la Reina decidió ofrendarse a ella para hacer real una gran obra, un gran destino, aquel mismo que le había sido arrebatado. La princesa sería más fuerte y más bella que incluso ella misma, su madre. Estos y otros eran sus maternales deseos para evitarle los sufrimientos y el gran dolor que había tenido que padecer y callar.
Y así fue.
Desde muy temprana edad la pequeña princesa jugaba con los más extraordinarios artistas, que fueron oportunamente convocados a la corte. La Reina sonreía de satisfacción cuando la infanta asombraba a todos con sus conocimientos sobre pintura, arquitectura y las más excelsas artes del espíritu ya desde muy pequeña. En el reino fue prohibida toda música malsonante y vulgar para que los menudos oídos solo se regalaran con bellos acordes. Así mismo la pequeña debía pasar cada día cierto tiempo en la cocina para templar su carácter en los quehaceres más insignificantes. La niña fue aleccionada especialmente por su madre en el goze de la lectura y la filosofía, en los deberes, en la perfección y el temple de su espíritu.
Los magos de la corte se resistían a aceptar aquella disciplina, pero con fe observaban taciturnos los ojos vivaces y contemplativos de la niña. La Reina le replicaba que si un niño debía ser entrenado en el duro arte de la guerra, no menos debía esperarse de una hembra. Los magos callaban porque la reina no les escuchaba. Les hubiera gustado que la niña jugara más, cantara canciones menos estudiadas y que sobre todo no se viera obligada a repetir la vida de los niños soldados.
El Rey permanecía la mayor parte del tiempo ausente en tierras distantes y en guerras remotas. Cuando se encontraba en la corte permanecía distraido y ausente. Evitaba contrariar a la Reina porque también él temía sus exabruptos y su ira. El Rey callaba porque la Reina era furiosa como sus enemigos y en la corte no quería recordarlos.
La princesa fue convirtiéndose en una mente brillante muy admirada por todos. A veces, sin darse cuenta, se interesaba por la caza y los juegos de caballería. Le hubiera gustado jugar a aquellos juegos ya que no conocía ninguno. Quien sí lo apreció fue la Reina, que temió que la princesa se volcara al mundo de los caballeros reconociendo la primacía de que hacían gala. La Reina sintió que debía, lo antes posible, proteger a la princesa de aquel mundo que reservaba las aventuras y los reinos para los caballeros y abandonaba el resto a princesas casamenteras. Su hija algún día gobernaría y sería la primera Reina por derecho propio de un reino bello y justo, tal como ella hubiera deseado por sí misma.
La guerra una vez más estalló. Los caballeros partieron con sus lanzas y estandartes, sus juegos, sus cazas y con ellos partió también el Rey.
La princesa se quedó muy triste viéndoles marchar entre risas y canciones. Lloró una vez más sin que nadie lo supiera, solía hacerlo a menudo. Su fortaleza aumentaba de no ser como el escudo de los caballeros. Sus lágrimas lamentaban no ser perlas. En realidad, ella lamentaba no cumplir los deseos de su madre siendo la mejor con la fuerza más bravía y las lágrimas más delicadas, tal como había leído en los libros en que los poetas retrataban las cortes celestiales. La Reina Kari la reprendía casi constantemente por cada pequeño error que cometía, pues veía como su hija se alejaba del camino de perfección que le había sido predestinado. Pero la princesa no sabía que eran faltas sin más, creía fervientemente en el amor de su madre y en su imperfección, que pervivía pese a los denostados esfuerzos de la Reina por hacerla perfecta. Pasó el tiempo y poco a poco la princesa se volvió callada y misteriosa.
Ante el nuevo silencio de su hija, la reina Kali temía que añorara los trofeos y a su padre. En realidad muchas veces parecía tan distraida y ausente como el Rey. Aquello la exasperaba: ambos se parecían tanto.... Si todos sus esfuerzos hubieran sido vanos, nada tendría sentido. Así poco a poco fue descubriendo convencida que su hija no la quería. La torturaban los pensamientos más sombríos. Si bien la misma princesa y las brujas del reino, a las que consultaba constantemente para los asuntos más delicados y los más vulgares, le aseveraban lo contrario. Era inobjetable, la reina Kali lo comprobaba a diario con sus propios sentidos y se convencía más y más de ello en el ensimismamiento y distanciamiento de la princesa, quien ya no osaba confesarle sus sentimientos y pensamientos, ni tan siquiera se atrevía a decirle que no la quería. La princesa se sumió en el silencio. La Reina se exasperó ante su nueva enemiga.
El Rey no volvió. La princesa no le perdonó que la abandonara allí. La Reina lo añoró cada segundo a gritos y enloqueció. Tanto esfuerzo y tantos años de dedicación absoluta a la superación y a la preparación de la princesa solo la había privado de dedicarle amor a su amado esposo. Vio en la princesa a su mayor enemigo una vez más. El castillo se vistió de sombras y luto. El invierno invadió aquellas tierras para ocuparlo bárbaramente. La reina Kali, que tenía grandes poderes, llamaba a las criaturas de las sombras para que doblegaran a su enemiga. La princesa se encerró en su cuarto con libros y acertijos que le descifraran el porqué.
Mientras el corazón de la Reina ardía en cien fuegos y tormentas, la princesa, absorta en su alquimias, no se dio cuenta de cómo una noche sin luna la Reina de las Nieves la visitaba y helaba su corazón. La corte se ennegreció. La princesa solo sentía un incontenible afán por encontrar el País de la Primavera y un día se marchó en su búsqueda.
Cuando divisó por primera vez la Primavera no dio crédito, pues sentía frió. A la segunda vez sonrió con las verdes hierbecitas, sintió un tenue calorcillo y después frío, una vez más. A la tercera, se acarició en un jardín de rosas y se perfumó de jazmines. Pero sintió frío. No lo entendía y se preocupó. Recurrió a alquimistas de los más lejanos reinos. Bebió mejunges, brevajes y pócimas. Pero el mismo frío volvía a abrazarla cuando lo esperaba. Aquello era incontrolable.
Conoció el amor y la dicha junto a príncipes. También el dolor y la infelicidad junto a magos oscuros que le hablaban del País de la Primavera.
En uno de esos viajes se encontró el libro mágico de las mil y una razones. Lo estudiaba con ahinco para descubrir las coordenadas de aquel país deseado, el País de la eterna Primavera. Muchos acertijos y muchos reinos fueron. No existe en la tierra páginas suficientes para narrar las aventuras de la princesa que buscaba el País de la Primavera. Ella las mantenía en secreto excepto cuando necesitaba llamar la atención de los habitantes del País de los Sedentarios y de los Deseosos, lo que ocurría solamente cuando necesitaba llenar sus alforjas y dar de comer a su caballo, pues por algunas buenas historias obtenía lo que necesitaba. La princesa ya se había convertido en una mujer poderosa y fuerte mientras seguía buscando el País de la Primavera en silencio, callada y misteriosa, sintiéndose a cada segundo más débil.

Aunque parezca mentira, un día ya estaba muy, pero que muy cerca. Lo supo por las noticias que le referían los mercaderes. Viajó en grandes embarcaciones, en criaturas aladas y en caravanas. Muy poco antes de llegar, un hada la visitó y le confió que su padre la reclamaba. La princesa abandonó su camino para encontrarle, pues presentía que él en alguno de sus viajes guerreros había visto el País de la Primavera. Además ansiaba verlo y abrazarlo.
Llegó a un castillo cubierto de enredaderas. El Rey tenía la enfermedad del sol de las tierras lejanas de las guerras y no podía soportar la luz. Vivía rodeado de humead y oscuridad y estaba enfermo de dolor y de melancolía. Él también añoraba a la reina Kali. novio a su hija por más que lo deseaba y lo anhelaba. Vislumbró una sombra a la que preguntaba por su reina. Se lamentaba del pasado pidiendo perdón, en alguna ocasión, por no haber cuidado de la pequeña princesita. La nueva reina consorte de este reino decidió que la presencia de la princesa Muna era una mala influencia. La princesa tuvo que escapar en lo más profundo de la noche cuando no se podía ver su sombra para seguir con vida. Nunca volvieron a saber de ella.
La princesa estaba cansada de tantos viajes ingratos y seguía sintiendo frío. Entonces fue cunado decidió construir su propio castillo. Gracias a sus conocimientos `podría conseguir que los rayos del sol iluminaran su fortificación constantemente. Tendría un jardín siempre en primavera que compartiría con todos. La búsqueda infructuosa del País de la Primavera la había agotado a tal punto que ya no creía en él. Por lo tanto, construiría un jardín primaveral.
El primer año lo consiguió. Casi. Entre todos los que allí estaban había una reina desdichada que maldijo sus flores y el jardín marchito. El segundo año se prometió a sí misma trabajar con más ahinco, su jardín sería tan fuerte que nada lo destruiría. Lo consiguió. Casi. Si no fuera porque tenía un cierto extraño don para atraer a su corte a reinas desdichadas. Y así fue año tras año, frío, tras frío, derrota tras derrota. El castillo iba creciendo para acercarse al sol y poblar sus almenas de las flores más bellas, la primavera más duradera.
Ese año se desató una gran tormenta, las más grande nunca vista. Un rayo destruyó el castillo, que se encontraba, tan cerca del cielo y del sol. La princesa cayó desde lo más alto, donde casi siempre estaba cuidando amorosamente de sus flores y hierbas. Sus heridas tardaron muchos días y muchas noches en cicatrizar. Sus lamentos viajaban con el viento hacia tierras y mares remotos en el tiempo. Se dice que las ballenas aún recuerdan aquellos tristes sonidos y los repiten en las noches árticas. Perdido, todo estaba perdido. Todos sus esfuerzos, todas sus búsquedas, todos sus hallazgos, todos sus libros, todos sus ruegos. El País de la Primavera no existía; el jardín que tantos años de esfuerzos casi había levantado de la nada estaba destruido. La princesa se arrastraba por la tierra llena de heridas y desdicha como un gusano. De sus ojos caían lágrimas de sangre; de sus heridas, gotas de sal. Ya nunca más tendría la Primavera y era el ser más desgraciado. El luto cubrió su alma y cavó con sus manos su propia tumba en la tierra junto a los gusanos.
Un gran Mago pasó por allí. No extrañe a nadie dicha coincidencia, pues la vida de los humanos está llena de ellas y aún más la de las princesas de los cuentos. Se compadeció de ella, pues conocía su triste historia. Él también estaba de viaje, regresaba a su casa a reunirse con su familia después de una larga travesía en la que había ido a visitar a su madre, que le había confiado sus poderes para entregárselos a su nieta. Él sabía de la búsqueda de la princesa del País de la Primavera, de la visita de la Reina de las Nieves, que ella misma ignoraba, y del conjuro, el único conjuro, que la salvaría. Pero también sabía que antes la princesa no lo habría aceptado ni soportado. Era un conjuro grande y poderoso que exigía La Gran Humildad, y no todos los seres, por más que lucharan por ello, estaban preparados para tomarlo. El Mago cogió del cielo delicadamente cada una de las estrellas que caían y que la Princesa no había visto. Con ellas dibujó la imagen de la reina Kali. La princesa estaba aterrorizada, pero ya no le quedaban fuerzas para resistirse a nada. Tan grande había sido su pérdida porque ella lo había perdido todo y ya no le quedaba resistencia para luchar. El Mago hizo que la figura de la Reina abriera su boca y como un dragón lanzara cien fuegos. Tal como le ordenaba, entre le pánico y la salvación, la princesa se arrodilló y abrazó al dragón, al fuego y a su madre. Para su asombro no murió ni se quemó. Después el Mago la dejó marchar y se despidió. En el suelo brotó un gran lago de hielo derretido (del corazón de la princesa, que siempre sentía frío). Las nubes se desperezaron al sol. El Mago siguió su camino, así como llegó se fue.
La princesa se quedó atónita y feliz contemplando cómo el Cielo y la Tierra se acariciaban amorosamente. Ahora sólo tenía que esperar a que llegara la estación de la primavera que venía después del invierno, cada año.

Los Cuentos del Destino -Jimena Fernández Pinto-.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La joya

Un monje andariego se encontró, en uno de sus viajes, una piedra preciosa, y la guardó en su talega. Un día se encontró con un viajero y, al abrir su talega para compartir con él sus provisiones, el viajero vio la joya y se la pidió. El monje se la dio sin más. El viajero le dio las gracias y marchó lleno de gozo con aquel regalo inesperado de la piedra preciosa que bastaría para darle riqueza y seguridad todo el resto de sus días. Sin embargo, pocos días después volvió en busca del monje mendicante, lo encontró, le devolvió la joya y le suplicó: "Ahora te ruego que me des algo de mucho más valor que esta joya.

Dame, por favor, lo que te permitió dármela a mí"

Hecho de menos tus escritos a ver si te vuelves a animar y escribes nuevas entradas, yo casi todos los dias entro para ver tus novedades. Un saludo. MAQTIRIRI.